¡Solo tú Señor!
¡Solo tú Señor!
Dios no quiere nuestros sacrificios separados de nuestra
vida, sino que cumplamos su voluntad. Eso es lo único que vale en el orden
sobrenatural. Ésa es la vida y el culto cristiano, porque ésa es la vida, el
culto y la oración del Hijo de Dios. No hay otro culto, otro amor y otra fe.
Por eso pretendemos aprender del Señor a discernir la voluntad de Dios a fondo.
Porque hacemos ejercicios de discernimiento buscando la voluntad de Dios, pero
nos cuesta hacer discernimiento de verdad. Cristo no hace ejercicios de
discernimiento, sino que vive permanentemente en la búsqueda de la voluntad de
Dios en todo.
Y nosotros también queremos vivir en estado de
discernimiento, para buscar y descubrir permanentemente la voluntad de Dios y
poder darle gloria. Queremos vivir sencilla y espontáneamente en el
discernimiento, sabiendo que en lo que estamos espontáneamente es en nuestros
líos e intereses.
De hecho, sabemos muy bien lo que nos gusta y nos interesa, y
a partir de eso buscamos lo que quiere Dios, es decir, amañamos la voluntad de
Dios para salvaguardar esos intereses personales. Por tanto, tenemos que salir
de ahí para realizar el discernimiento constante que nos permita descubrir la
voluntad de Dios en todo para poder cumplirla fielmente.
Resulta imposible hacer un verdadero discernimiento
evangélico en una vida en la que priman las decisiones -autónomas-, que tomamos
generalmente según criterios humanos y al margen de Dios. Incluso cuando se
plantea el discernimiento de la vocación, pasamos de la primera llamada a los
criterios humanos de conveniencias, gustos, dificultades, estrategias. Nos
sucede lo mismo que aquellos que querían seguir a Jesús, pero poniéndole sus
condiciones.
La voluntad de Dios no es algo que podemos tener o no tener
en cuenta cuando nos conviene, sino el marco permanente en el que se desarrolla
nuestra vida. El primer discernimiento es Dios mismo, y no podemos estar vacilando
sobre el objeto de nuestra vida: Dios o mi yo (con sus necesidades, complejos,
miedos, gustos, cálculos). Vamos saltando del uno al otro según nos interesa;
pero no funciona. Y cuando no nos salen los cálculos hacemos trampa y amañamos
el resultado.
El Señor nos llama a estar con él y nosotros lo traducimos a
lo que tenemos que hacer en el futuro. Y ese interés por lo práctico nos hace
perder lo fundamental: la llamada del Señor a estar con él. Abrahán, sin
embargo, acepta lo que Dios le pide en ese momento “Sal de tu tierra… hacia la
tierra que te mostraré: Gn 12,1), sin
preocuparse por lo que sucederá en el futuro.
Cuando yo entro en la dinámica de la relación con Dios por
medio de la fe entro en una oscuridad que no es desconcierto, sino luz, la luz
del amor, no la del control. La relación con Dios es oscura porque Dios ciega
con su luz, pero ilumina con la fe y el amor. Cuántas energías desperdiciamos
añorando el pasado, proyectando el futuro. Pero Dios sale a mi encuentro sólo
en el presente, en mi realidad concreta.
La voluntad de Dios no tiene que encajar en lo humanamente
comprensible, en nuestros cálculos. Somos nosotros los que tenemos que encajar
en la voluntad de Dios. Y la oración sirve para hacernos permeables a la
voluntad de Dios en la realidad concreta que tenemos. No sirve para convencer a
Dios de que cambie nuestra realidad según lo que nos parece más conveniente. .
Estoy en el futuro que es Dios, porque estoy viviendo a Dios en el lugar que se
manifiesta, que es el presente.
Esto es algo sencillo, verdadero y siempre posible, pase lo
que pase en nuestra vida. El que las cosas nos parezcan complicadas o difíciles
no es porque lo sean en su realidad profunda sino porque nosotros las miramos
con una mirada meramente humana y no con los ojos de la fe.
1.No permitir jamás que nada ni nadie nos robe, ni por un
instante, la paz y la alegría; aunque ello suponga pagar el precio más alto por
conservarlas. Porque Dios no habita donde no hay paz ni alegría, y donde habita
Dios siempre hay paz y alegría. Puedo explicitar esto diciendo: -Lo acepto todo
por tu amor-, -en tu nombre echaré las redes-, o cualquier expresión que traduzca
bien este convencimiento y esta aceptación. Debo decirlo cuando aparezca el
golpe y mantenerlo después como modo de rescatar la presencia de Dios en lo
concreto. Esta actitud hay que mantenerla siempre y sin ninguna excepción.
2. Disponerme a reconocer, siempre y en todo, la presencia y
la acción de Dios, anticipando mi gratitud al Señor por ello antes de cualquier
desarrollo de los acontecimientos, diciendo: “Gracias, Señor, porque aquí y
ahora me amas con infinita misericordia”. Aquí tampoco hay excepciones.
Esta gratitud no se refiere a los acontecimientos negativos
como tales, sino al hecho de que esos acontecimientos constituyen el envoltorio
en el que recibo la presencia y el amor de Dios, así como la acción
extraordinaria de su gracia. Por eso puedo dar gracias, porque pase lo que pase
Dios está ahí amándome, y porque sólo ese acontecimiento que me tumba me
permite manifestar de verdad mi amor y mi entrega a él y al prójimo.
3. Puede ser muy útil concretar esta disposición en alguna
oración o jaculatoria que digamos con frecuencia. Hemos de encontrar la palabra
o la frase que haga explícita la recia convicción de que pase lo que pase no se
rompe lo único importante. Puede ser, “te amo Señor, ten piedad de mí, lo acepto
todo, Jesús mío, y Dios mío” Esto es algo que siempre se puede hacer. Y ahí
está la esencia del discernimiento, en rescatar a Dios de la maraña de cosas.
Si lo hago así, ya he hecho lo más importante del discernimiento: he colocado
el -perchero- en el que colgar todos los elementos que constituyen mi vida. Una
vez que tengo el perchero resulta muy fácil colgar de él las demás decisiones
que deba tomar
El que quiere cambiar la vida a los demás y se olvida del
propio cambio, se suele mover por un excesivo celo en su tarea que delata que
ha caído en la tentación. Para salir de ésta es imprescindible reconocer que
las gracias de luz y de discernimiento que poseemos no nos las da Dios principalmente
para que cambiemos a los demás, sino para que podamos identificarnos con Cristo
crucificado. Sólo así podremos ser instrumentos eficaces de su salvación;
siendo conscientes de que él quiere, mucho más que nosotros, salvar a esas
personas que tenemos enfrente, pero no espera, ni necesita que las salvemos
nosotros.
Esta aceptación de la propia tarea se basa en la elección
consciente de nuestra misión, como un humilde servicio cuya eficacia está en
Dios. Este servicio, al exigir pobreza y humildad, realiza en nosotros un
proceso de despojo que nos lleva a la cruz. Y, al ser de Dios este proceso, no
podemos controlar su fruto y ni siquiera es necesario que lo veamos. Es un
fruto de la fe y, como tal, queda escondido en Dios.
Fraternidad de Jesús
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