No se trata de quién es Jesús para mí
Al
igual que los espejos retrovisores de los coches,cada
época tiene sus puntos ciegos.
Son cuestiones, circunstancias o situaciones que, simplemente, esa
época es incapaz de percibir. No se trata de que las discuta, las
niegue o las rebata. Simplemente, no las ve, como si no existieran.
Los
cristianos, incluidos sacerdotes, religiosos y obispos, somos hombres
de nuestro tiempo y esos
puntos ciegos nos afectan también,
sobre todo si nos apartamos de la Tradición y la enseñanza de la
Iglesia, que son anclas seguras para no apartarse de la realidad en
toda su riqueza y complejidad.
A
mi juicio, la lectura
del evangelio de este domingo es un ejemplo muy claro de esos puntos
ciegos de
nuestra época.
Como
recordarán los lectores, se trata del pasaje
evangélico en que Cristo pregunta a los apóstoles: “¿Quién dice
la gente que soy yo?”.
Y ellos responden: “Unos que Juan Bautista, otros que Elías y
otros que Jeremías o uno de los profetas”. Entonces Jesús vuelve
a preguntar: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Impulsivo
como siempre, Simón Pedro responde: “Tú eres el Mesías, el Hijo
de Dios vivo”. Así gana el elogio de Cristo, porque eso no se lo
ha revelado ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los
cielos, e inmediatamente después escucha al Señor decirle que él
es Pedro y sobre esa piedra edificará su Iglesia.
En
mis ya numerosos años de vida, todas las
homilías que he escuchado sobre este evangelio se centraron en que
lo importante era que los fieles se preguntaran quién era Jesús
para ellos y
en que cada uno debía tener su propia respuesta, diferente de la de
los demás. Este último domingo, el sacerdote añadió a todo eso
que lo que en ningún caso había que hacer era dar una respuesta
fácil, del catecismo, como que Cristo es el Hijo de Dios o algo
similar, sino encontrar cada uno su respuesta particular. No me
sorprendió, porque también lo había oído multitud de veces.
Por
supuesto, habrá excepciones y, también por supuesto, estas cosas se
dicen con buena intención. Son, simplemente, la consecuencia de uno
de los puntos ciegos denuestra
época, para la que no existe la verdad, y si existe no la conocemos,
y si la conocemos no podemos estar seguros de ella. Es
la época del relativismo en filosofía, del subjetivismo en moral y
del modernismo en teología, aunque apenas nos damos cuenta de ello,
porque esos letales ismos son para nosotros como el agua para un pez.
Es la época, en definitiva, que sólo puede fijarse obsesivamente,
año tras año, en “quién es Jesús para mí”, porque es incapaz
de imaginar siquiera otra cuestión más importante.
A
poco que reflexionemos, sin embargo, nos daremos cuenta de que esta
coincidencia casi-universal es muy llamativa porque, en realidad, lo
que dice la lectura es exactamente lo contrario.
Este evangelio no dice algo ligeramente diferente, ni algo más
amplio ni más profundo de lo que se predica este día en
innumerables púlpitos de todo el mundo: dice exactamente lo
contrario.
Fijémonos,
en primer lugar, en el hecho de que en la lectura no
aparece cada apóstol dando su opinión sobre
quién es Jesús “para él”, con el fin de formar una lista de
doce opiniones diferentes y personalísimas de Juan, Santiago Tomás,
Bartolomé, Felipe, Judas, etc. Sólo
habla una voz, la de Pedro, proclamando lo que Dios ha revelado a
los hombres, es decir, la verdad. Y sobre esa enseñanza de la
doctrina verdadera, inmediatamente después, Cristo anuncia que va a
fundar su Iglesia.
No
importa nada qué opino yo ni qué opina mi vecino de enfrente sobre
quién es Cristo. No se trata de quién es Cristo “para mí” o
“para ti”. Lo que importa es quién es Cristo de verdad.
Opiniones hay mil, verdad sólo una. De
lo que habla la lectura es de la fe católica, es decir, de la verdad
sobre Cristo, que el Padre ha revelado a
los hombres en su Iglesia. Él es el Hijo del Padre eterno, Dios de
Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no
creado, de la misma naturaleza que el Padre. Eso es lo que debe
interesarnos, porque ahí es donde está la vida eterna, la libertad
que nos falta, la salvación que necesitamos desesperadamente.
¿Quiénes
son, en cambio, los que dan cada uno su opinión en la lectura? La
gente, los que no creen,
los que no pertenecen al grupo de los apóstoles. Cada uno de ellos,
ofrece su propia opinión sobre quién es Cristo: Juan Bautista,
Elías, Jeremías, uno de los profetas… ¿Y cuál es el resultado?
Que se equivocan por completo y no
entienden nada de
Cristo ni de su Evangelio. Lo mismo nos pasará a nosotros si nos
centramos en preguntarnos quién es Jesús para nosotros, en lugar de
quién es Jesús de verdad, es decir, qué enseña la Iglesia sobre
él, con la fuerza del Espíritu Santo.
Por
supuesto, esa verdad no debe quedarse simplemente en el catecismo,
sino que como católicos debemos creer la fe de la Iglesia,
meditarla, estudiarla, profundizar en ella y vivirla con todas sus
consecuencias. A
poco que le dejemos actuar, Dios nos dará gracia tras gracia para
que la comprendamos cada día mejor,
para que la amemos cada vez más, para que nos empapemos gradualmente
de ella, para que disfrutemos de su belleza e incluso para que la
experimentemos en nuestra propia vida en la medida en que Dios quiera
concedérnoslo. Pero siempre, siempre, siempre nuestra fe será la fe
de la Iglesia, que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, y no
mi propia opinión sobre “quién es Jesús para mí”.
Entonces,
con sorpresa, nos daremos cuenta de que la
fe católica rompe las cadenas del relativismo, el subjetivismo y el
modernismo que nos sofocan a todas horas.
Sólo la Tradición de la Iglesia nos libera de la tiranía de las
modas y del pensamiento de nuestra época. Al dejar de pensar que
nosotros y nuestras opiniones somos el centro del universo,
entenderemos por fin tanto el cielo como la tierra, comprenderemos
las Escrituras como deben ser comprendidas y conoceremos a Dios como
Él es y no como nosotros nos lo imaginamos con nuestra escasísima
imaginación. Sólo la fe católica nos permite ir más allá de
nuestra debilidad, de nuestros pecados y de nuestro mismo yo, para
alcanzar el esplendor de la Verdad divina, que es el verdadero
cimiento del mundo, la Roca firme que da sustento a nuestra vida y a
todo lo que existe.
Que
Dios nos regale a todos esa fe, que vale más que el universo y
cuanto hay en él.
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