CENIZAS



Si nos pusiese solamente ceniza en la frente para recordarnos la muerte que ha de reducirnos a polvo, no curaría la Iglesia nuestras llagas, sino más bien aumentaría nuestra tristeza; y la tristeza no es el remedio de nuestros males. ¡Bastante tristeza nos da este siglo inquieto! A este asilo de paz, a este puerto de oración en medio del estrépito de la calle abierto, venimos precisamente algunas veces huyendo de la tristeza del mundo. Y bien, señores; no temáis, porque el polvo que allá fuera enferma, aquí dentro sana; el polvo que la Iglesia nos pone en los ojos nos devuelve la vista, aunque sea cáustico en el momento de la operación; y el que ve, señores, no está triste: porque el que ve, sabe adónde va; porque el que ve, camina seguro; el que ve, no tropieza en la piedra ni cae en el hoyo.
Y por eso, Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio de este día nos manda el ayuno, pero nos prohíbe la tristeza. “Cuando ayunéis -dice- no os pongáis tristes como los hipócritas”.
¿Cómo haremos para no estar tristes teniendo que sufrir el cuerpo? No poniendo nuestro tesoro en el cuerpo, que es polvo, ni en las cosas de la tierra, que son polvo, sino más arriba. “Y vuestro Padre que está en los cielos os lo pagará allá arriba. No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y el gorgojo los deshacen, el ladrón rompe y los roba. Amontonad tesoros en el cielo, donde ni polilla ni gusano deshacen, ni el ladrón rompe y roba”.
El mundo moderno ha exaltado demasiado al hombre y lo ha deprimido demasiado; lo ha adulado y lo ha calumniado, y alternativamente -contra la Iglesia, que le dice: “Tú eres polvo”-, le dice: “Tú eres un semidiós”, y después le dice: “Tú eres una podredumbre”. El mundo miente, y es condición de mentirosos tener que corregir una mentira con otra mentira más grande. El siglo de la filosofía del superhombre es el siglo de la filosofía del pesimismo; el siglo del confort y de los placeres es el siglo del bolchevismo y del pauperismo; y el siglo de los grandes hallazgos científicos, el siglo de las grandes miserias morales; el siglo pacifista es el siglo de la Gran Guerra; el siglo de las luces es el siglo de la ignorancia religiosa.
Yo hojeo nuestras revistas, nuestros periódicos, oigo nuestros doctores y nuestras universidades? ¿Y qué veo? “Hombre -exclama el mundo- tú eres libre; no te sujetes. Tú eres rey; no obedezcas. Tú eres hermoso; goza; todo es tuyo. Pueblo soberano, tú no debes ser gobernado por nadie, sino gobernarte a ti mismo. Rey de la creación, la ciencia y el progreso ponen en tus manos la tierra toda. Animal erguido y blanco, tu cuerpo es hermoso, no lo ocultes. Tu cuerpo es la fuente y el vaso de un mundo de placeres: bébelos. El dinero es la llave de este mundo: procúratelo. Los honores, las dignidades, el mando son un manjar de dioses; la fama es el ideal de las almas grandes; la ciencia es la aristocracia del alma. ¡A luchar! ¡A arrebatar tú parte! ¡A triunfar! ¡A echar fuera a los otros! ¡Si eres pobre: asalto a los ricos! ¡Si eres rico: exprime a la plebe!”.
“Hombre: eres un absurdo, un enigma, una miseria. Tu nacimiento es sucio; tu vida, ridícula; tu fin es desconocido. Engañado por los fantasmas de las cosas hermosas que te prometen la felicidad, corres sin saber adónde, dando tumbos por la vida, hasta dar el gran salto del que nadie vuelve, a la noche de lo desconocido. Tu hermano, a tu lado, es un lobo para ti; tu superior, arriba, es un tirano; el apóstol que te predica, te engaña y te explota. No sabes nada de nada, no puedes nada contra tu destino. Tus ideales más grandes, tus ensueños más hermosos: el amor, la religión, el arte, la santidad? ¿Quieres saber lo que son en el fondo? Son solamente sublimaciones del instinto del sexo que llevas en la subconsciencia. La vida no vale la pena de ser vivida”.
He aquí las dos grandes mentiras del mundo. Pero no hay ninguna mentira que no tenga algo de verdad -una mentira pura no se podría sostener-. El mundo predica del hombre dos verdades: la grandeza de su alma y la miseria de su cuerpo. Pero ignora del hombre dos verdades: la miseria de su alma, que es el pecado original, y la grandeza de su cuerpo, que es la resurrección final.
“Dios modeló al hombre del limo de la tierra y le sopló en la cara un viento de vida”, dice el Libro del Génesis. Por lo tanto, señores, el hombre está hecho de dos cosas: de cuerpo y de alma; está hecho de un poco de barro y de un soplo de Dios: una cosa inferior tomada de la tierra y una superior bajada del cielo. Que lo superior domine lo inferior, que el alma mande y el cuerpo obedezca: aquí tenéis el orden, la armonía, la felicidad; aquí tenéis el primer plan divino, el estado de inocencia original de Adán y Eva, el primer retrato de semidioses que nos hace el mundo. Pero la fe nos enseña y el mundo ignora que el hombre por el pecado subvirtió este orden, deshizo esta armonía, perdió esta felicidad, y entonces el cuerpo se sublevó contra la inteligencia, la carne se zafó de las manos del espíritu, la materia oprimió al alma. “Y conocieron que estaban desnudos; se avergonzaron, temieron la ira de Dios y se escondieron entre las hojas”. Es decir: el hombre sintió el castigo de su desobediencia, en la desobediencia de los miembros de su cuerpo y de las facultades de su alma, en el terrible desorden, guerra, tristeza que no tenían remedio, sino en la misericordia de Dios, porque el hombre culpable, herido en lo natural y despojado de lo gratuito, no podía redimirse a sí mismo.
Éste se llama el estado de la caída, el segundo que el mundo nos describe, cuando le pedimos un segundo retrato del hombre. El primer retrato es un semidiós, el segundo retrato es un gusano. Y mirad, señores, cómo miente el ciego guía de ciegos. Estos dos estados, estado de semidiós y estado de gusano, estado de justicia original y estado de caída, son dos estados históricos del hombre; porque, efectivamente, hubo un momento en que el primer hombre fue inocente y un momento en que fue irreparablemente culpable, pero dos momentos que no existen más ni volverán a existir, dos estados pasados, ya que el actual estado del hombre implica la caída y la redención, es el estado del hombre lapsus-reparatus, caído en Adán y redimido por Jesucristo Hijo de Dios y Señor nuestro.
Entran las Riquezas, señores, pisando fuerte, mirando alto, vistiendo elegantemente, con gran cortejo de criados, de amigos y de parásitos. La Muerte lo toca, y el Rico se convierte en un esqueleto. Huyen los amigos, desaparecen los aduladores; y los parientes, con un ojo llorando y con el otro repicando, se apresuran a esconder bajo tierra al que se fue tan oportunamente. Se fue solo, con las injusticias que cometió para ganarlas, con las iniquidades que hizo para conservarlas y con los pecados que perpetró para gozarlas. En verdad os digo que los ricos difícilmente se salvan. ¡Oh, muerte, cuán amargo es tu recuerdo para el que pone su fin en las riquezas!

Entra el Poder, señores; entra un Rey con su corte, soldados, sabios, políticos, lanzas, clarines, cien pendones al viento. La Muerte lo toca, y todo se convierte en polvo: el polvo que fue Menfis, el polvo que fue Nínive, el polvo que fue Cartago, el polvo que fue Roma. La Muerte, señores, manda más que los reyes y es más duradera que las naciones. Pero la gloria -me decís-, la gloria queda. Sí, señores, la gloria eterna con que Dios glorificará a los pobres y humildes de corazón, la gloria eterna queda. No -me decís-: la gloria terrena, también la gloria terrena queda. ¡Ah, señores! ¿Qué es la gloria terrena? Un día visitaba el sepulcro de los Escipiones, en Roma. Es un montón de ladrillos medio sepultado en un campo al lado de una calle polvorosa y solitaria. Un guardia lo acompaña al visitante por unos sótanos oscuros y húmedos y le explica que en la Edad Media los campesinos llevaron los mármoles para hacer casas y en la Edad Moderna unos bodegueros hicieron una bodega para guardar el vino, donde reposaban el poeta Ennio, Escipión Emiliano, el primer Africano y Escipión el Asiático. Este pedazo de hueso, este pedazo de húmero, es probablemente del primer Africano. Esta es la gloria de la tierra, señores. Un nombre en la historia: un pedazo de hueso que se muestra a los turistas.
El Mundo contra la Muerte. Señores, mirad qué es el Mundo. Nosotros somos hormigas al lado de todo el mundo, de los mares, de las montañas y de las estrellas. Los millones y millones de hombres con sus riquezas y sus posesiones, sus inventos; las maravillas del arte, de las letras, de la ciencia; los monumentos, las vías de comunicación, las máquinas; las grandes organizaciones y las grandes edificaciones eternas; el trabajo de siglos acumulado pacientemente para hacer una torre que llega hasta el cielo.

El Mundo Universo contra la Muerte. La Muerte lo toca, ¿y qué sucede?
Sabemos lo que sucederá hasta en sus menores detalles. El sol se oscurece, la luna se pone de color de sangre, las estrellas caen del cielo como higos maduros, el mar se pone a dar bramidos, los hombres todos reunidos para hacer la guerra a Dios y su Cristo huyen despavoridos; y en medio de la tribulación más grande que ha habido desde el principio de los siglos y después de una tremenda aunque breve agonía, este mundo pasó y toda su gloria se convirtió en nada.
Señores, es menester decirlo: en el siglo del progreso indefinido, de la evolución creadora, en que muchos hombres, cansados de esperar la Segunda Venida del Cristo, dijeron: “No viene más” y dormitaron y durmieron.
Lo que la razón sospecha, la fe nos lo asegura: este Mundo, que tuvo principio, tendrá también fin. No sabemos el día ni la hora, pero sabemos que tenemos que vivir vigilantes. No sabemos si falta mucho todavía, pero sabemos que vendrá el Gran Ladrón cuando menos lo esperan.
Hombre verdaderamente sabio, prudente y juicioso, señores, el que se salva.
No nos está prohibido desear riquezas, sino desear riquezas mentirosas.
¿Cómo se pueden asegurar las riquezas contra un ladrón? Mandándolas a la caja de seguridad. Ese es el consejo de Cristo: por medio de la limosna, enviad vuestras riquezas donde no hay ladrones, para que allá os esperen.

¿Cómo se puede asegurar el grano de trigo contra el gorgojo? Hay que sembrarlo. Es el consejo de Cristo: “Si el grano se hunde en la tierra y muere, después brota y hace grande fruto”.

Así nuestros cuerpos, hundidos por la humillación, deshechos por la mortificación, pulverizados por la muerte, brotarán un día con nueva vida y florecerán como rosas bajo el sol de la Inmortalidad.
Paz y Bien

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