No se puede amar a quien no se conoce.
No se puede amar a quien no se conoce.
“Como eres mi amado Jesús, cual será tu rostro en mi alma,
como podre verte en mí. Todo me habla de ti más yo no sé Dios mío, como puedo
alcanzar la gracia de tu amor? Como puedo agradarte y sea tú voluntad en mi
complacida. Cuanto ruido lejos de ti, como podre alcanzar tu paz Dios mío.”
No se puede amar lo
que no se conoce.
Cuando Francisco de Asís, miraba atrás, veía a Cristo; cuando nosotros
miramos atrás, vemos a Francisco. La diferencia entre él y nosotros está toda
aquí, pero es enorme. Pregunta: ¿en qué consiste entonces el carisma
franciscano? Respuesta: ¡en mirar a Cristo con los ojos de Francisco! El carisma franciscano no se cultiva
mirando a Francisco, sino mirando a Cristo con los ojos de Francisco.
Tal vez la principal causa de la crisis religiosa actual
esté en la ausencia de verdaderos cristianos, capaces de ser verdaderos
indicadores de trascendencia y testimonios vivos y alegres del mensaje de Jesús
de Nazaret. Los sermones conmueven, pero los testimonios arrastran. Nuestra
sociedad actual hay mucha retórica y poca coherencia, por eso hay tanta
confusión de no saber a qué atenerse.
Hay momentos y situaciones en la vida de cada uno en los que
no vemos nada, en los que sólo sentimos que quien gana es el mal. Vemos la
condición humana absolutamente limitada y sin salida. Nos sentimos derrotados,
humillados, desolados, acorralados o con ganas de venganza. Es como si se
hubiera ido la luz y la sombra acecha nuestra vida, y no vemos más allá del
mal.
¿Qué hacer? ¿Con qué ojos mirar al que sentimos enemigo? ¿Cómo no
situarnos en venganza, en la ira? ¿Qué actitud debo tomar yo cuando el amor no me
llega o cuando incluso deseo con todas mis fuerzas el mal del otro? Cuando no
vemos, cuando la mirada no nos llega, en el Evangelio podemos encontrar
palabras que abren otro camino. Jesús en el Evangelio nos promete que dejará en
nosotros el Espíritu de verdad. Esta palabra puede hacernos cambiar la
perspectiva: Si Él nos ha prometido este espíritu de verdad, podemos ponernos
en oración, en silencio, en escucha atenta en nuestro interior, e intentar ver
desde otro sitio, intentar “mirar con los ojos de Dios”.
¿Desde dónde miraría Dios mi desolación? ¿Cómo miraría Dios
a ese que siento mi enemigo? Mirar con los ojos de Dios, estar atentos al
Espíritu de verdad nos da luz, nos pone en el camino de la compasión. Dios no
evita el mal, ni la desolación, pero resitúa todo ello en otro lugar. Aunque
nuestra mirada es limitada, acercarnos a la mirada con que Dios nos mira nos
ayuda a abrirnos al espíritu humano desde la compasión, desde la comprensión, e
incluso nos acerca hasta el perdón. Posibilita ver al otro en su limitación, e
incluso podemos relativizar el daño que nos han hecho. Acercarnos a nuestra
desolación desde los ojos de Dios nos sana porque sentimos que su amor puede con
todo el mal
Mirarnos y mirar a los demás con la mirada de Dios es garantía
de verdad, de justicia y es “descanso del alma”, porque la mirada de Dios es
siempre de misericordia, de aliento y de impulso de vida y de verdad. Aprender
a mirarnos y a mirar a los demás desde la mirada paterno-materna de Dios, he
ahí el secreto de la sabiduría franciscana.
La mirada de Dios no es como la nuestra. Nosotros caemos
muchas veces en la tentación de fijarnos en la paja del ojo de nuestros
hermanos y de nuestras hermanas de comunidad y se nos escapa el don que el
Señor nos ofrece en la fraternidad; nos fijamos más en los “contras” que en los
“pros” en los procesos de re estructuración de nuestras comunidades y nos
olvidamos de la gran oportunidad que nos está regalando el Espíritu para
incendiar el mundo con el fuego de su amor. Nos fijamos más en los aspectos
negativos de nuestra sociedad, de nuestro mundo y nos cuesta reconocer las
semillas de reino que hay en nuestra humanidad. Y necesitamos purificar nuestra
mirada, necesitamos que el Señor nos bañe los ojos con el colirio de su
Espíritu para mirar desde Jesús y como Jesús, con ojos nuevos, la realidad que
nos toca vivir.
La mirada de Jesús es reflejo de la mirada del Abbá, pues Él
se fija sobre todo en las personas concretas, pero con particular atención a
los más pobres y necesitados, a los que eran invisibles para la sociedad de su
tiempo: los enfermos, las viudas, los niños, el extranjero…
Jesús, nos invita en el evangelio a hacer un ejercicio
especial de la vista: – La viuda de Naín (Lc 7,13), que sufre porque sus ojos
ya no van a ver a su hijo, pero, que además, ya será vista de otra manera,
entre su propia gente. – Los leprosos del siglo XXI, los sin techo, sin voz,
(Lc 17,14), ante quienes a cualquiera se le cierran los ojos de inmediato, le
repele su presencia por lo repugnantes que resultan a la vista. Es mejor
apartarlos, porque no tienen ni rostro humano.
Jesús nos insiste: quien no esté alerta, quien no abra bien
los ojos, quien no afine la vista le quedará oculto el misterio divino. En el
descubrir, en el “ver” a las personas a las que solemos excluir de nuestro
campo visual cotidiano y que por tanto las más de las veces permanecen
invisibles, empieza el vislumbre, la visibilidad de Dios entre nosotros… Es ahí
donde encontraremos su huella.
Tocar con el corazón, esto es creer. La Palabra de Dios se
hace carne y nos toca en toda nuestra realidad humana. Contempla a Jesús, en su
modo de vivir, de relacionarse con los demás, con el Padre. Cristo es Aquél a
quien nos unimos para poder creer.
La fe es creer en Cristo, participar en su
modo de ver. Contempla a Jesús desde las bienaventuranzas. Jesús cuando ve el
gentío, no ve una masa de gente, ve un rebaño de ovejas sin pastor,
desorientados, huérfanos en su interior. Jesús, los ve y tiene compasión de ellos.
Les enseña las bienaventuranzas, que son una lectura de lo que es su vida. Es
su forma de ser feliz desde Dios, para Dios y a favor de los hombres. A
nosotros, seguidores de Jesús, nos toca afrontar esta visión de fe y como
Jesús, ser felices desde Dios, para Dios y a favor de los hombres.
Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio
de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban
languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la
capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente
no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial,
tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios
vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que
nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por
este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa
de plenitud y se nos abre la mirada al futuro.
La fe, que recibimos de Dios
como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro
camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una
memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha
manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo
tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es
luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más
allá de nuestro «yo» aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta,
por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras
tinieblas
Debemos pedir “saber
ver la gracia que Dios nos da a nosotros, como a Simeón”. Sí, porque “quien
tiene la mirada en Jesús aprende a vivir para servir. No espera que comiencen
los demás, sino que sale a buscar al prójimo, como Simeón que buscaba a Jesús
en el templo”.
Y les recordó que en la vida en Dios, al prójimo se lo encuentra ante todo “en la
propia comunidad”. Por eso “hay que pedir la gracia de saber buscar a Jesús en
los hermanos y en las hermanas que hemos recibido”.
Para llegar a conocer a Cristo en profundidad puedes elegir
varios caminos, pero la manera más perfecta y directa es a través de la lectura
de los Evangelios. Su Vida entre nosotros es Su mayor testimonio de amor. Pero
también estudiando la vida de muchos santos se llega a conocer a Cristo.
¿Por qué? Simple: cuando uno entiende que Jesús se dio de
forma abierta y amorosa a las almas que se abrieron humildemente a Él, comprende
también que ese amor está disponible para cualquiera que quiera ir a gozarlo. Y
cuando el Señor da, da a mano abierta. Se manifiesta como un enamorado de Sus
hermanos aquí, se brinda sin límites. Es entonces que uno toma conciencia que
Jesús nos mira, y nos espera todo el tiempo. Siempre atento a un gesto nuestro,
a un saludo, a un pensamiento.
Un eterno enamorado de nuestra alma, que espera
pacientemente ser reconocido, ¡Y es nuestro Dios!
Es imposible conocer a fondo a Jesús y no amarlo, si se hace
con un corazón bien intencionado. El amor crecerá entonces como consecuencia
lógica de entender que Él está allí, esperando que lo descubramos y le abramos
nuestras puertas a Su amor. ¡Leemos y nos interesamos por tantas cosas
intrascendentes en nuestra vida! Busquemos, por una vez, en el lugar correcto.
Jesús nos está esperando, quiere que nos hagamos primero Sus
amigos, para luego enamorarnos perdidamente de Él, nuestro Dios.
Por esta razón No se puede amar a quien no se conoce.
Enamorarse de Jesús es la consecuencia lógica de conocerlo, de interesarse por
El.
R. Verger
Tant de bo tinguem la mirada posada en Déu com Francisco d'Asis
ResponderEliminarA. Marc
Sineu Mallorca
No se puede amar lo que no se conoce y tienes toda la razón, y muchos no saben quién es, pues los prejuicios y las falsas imágenes que de Dios tienen, son los muros que les impiden acercarse. Llevamos esa semilla por el sacramento el bautismo; si lo avivamos, crece, si lo olvidamos, disminuye
ResponderEliminarTengo 45 años y vivo mi vida encerrada en Dios como un monje urbano, tengo mucha actividad con jóvenes, ayudando a mi parroquia de Móstoles, y gracias a Dios y a mi comunidad de vida puedo seguir mi vocación de célibe consagrado.
Juan Carlos Martínez
Madrid