La locura de Dios

La locura de Dios que se manifiesta en su amor desmedido y en su obrar sorprendente –muchas veces- nos desconcierta, nos descoloca y hasta nos da vergüenza, nos intimida. Así como da vergüenza mostrar las propias debilidades y también las ajenas, y así como cuando nos sentimos públicamente avergonzados ante las manifestaciones de cariño y de locuras de aquellos que son capaces de amarnos; de igual manera, la extrema libertad de la “locura de Dios” no la queremos manifestar demasiado en nuestro testimonio, no sea que -a nosotros mismos- nos tomen por algo desvariados y enajenados.
De allí que los santos nos parecen también algo díscolos,  raros, y algunos hasta un poco excéntricos, exóticos y  extravagantes. Ellos han vivido en todo como si Dios existiera, hasta las últimas consecuencias. Así les pasó a los habitantes de la ciudad de Asís cuando el joven Francisco, en la plaza pública,  frente a la mirada de todos y en presencia de su Obispo, se desnudó íntegramente para renunciar a todo y sólo aceptar la paternidad de Dios y la universal fraternidad con los seres de la toda la Creación, abrazando a todos los seres humanos como hermanos. De hecho algunos lo llamaban “el loco de Asís”. Andaba mendigando y cantando al sol y a la luna, al aire y a la tierra. Todo el latido del mundo se convertía para él en alabanzas a Dios. Fue poeta y enamorado. Se convirtió en un mendigo de Dios, su pobreza revelaba al único Absoluto. Francisco no es el único santo que ha sido llamado “loco”.
El santo, el loco, el poeta, el enamorado y el pobre son personas que viven fuera de sí mismos: habitan en un “afuera”, en un “no-lugar”. Son habitantes de la utopía. Ellos nos hacen viajar más allá de los umbrales, nos remiten a los márgenes, a lo que está en los bordes y en las riberas de nuestro mundo, en esas orillas que –generalmente- no transitamos. El reino de la utopía es un horizonte de la belleza que aún no conocemos ya que uno generalmente siempre anda “buscando a Dios entre la niebla.  Sin que la luz nos pueda alcanzar, sospechando que “la belleza siempre es otra”  y que pocas veces nos toca y nos deslumbra. Hay una  belleza que no sólo deslumbra sino que también hiere.
Los santos son aquellos que han contemplado la “suprema belleza, coronada de espinas y crucificada” y han experimentado “enloquecer por amor a esa belleza”.  Esos locos de Dios y de su amor, locos por el Evangelio, que se han dejado seducir por el Dulce y Divino Idiota de la Cruz –como algunos lo han llamado- nos parecen un poco extraviados y extraños. Preferimos santos más discretos y prudentes, más “normales” “típicos”, más convencionales.

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