¿Puedo esperar algún milagro en mi vida?

¿Puedo esperar algún milagro en mi vida?

Cuando hablamos de fe hay que distinguir que existe una primera fe, aquella recibida en el bautismo, y que es una virtud infusa por Dios, y es una virtud que viven todos los cristianos que aceptan la verdad de Cristo y buscan vivir según esa verdad, con el “don del carisma de la fe”.

El don del carisma de la Fe, es la manifestación del Espíritu que hace presente la potencia de Dios en el interior de la persona, por el que esa persona es capaz, sin racionalizar humanamente, ni dudar a ningún nivel, de creer en Jesús y hablar en nombre de Jesús, y a través de esa fe que nace de una humildad y una obediencia total a Cristo, obrar prodigios, como profecías, milagros de todo tipo y por sobre todas las cosas, que estos prodigios lo sean en orden a la salvación de las almas, que puedan llevar a aquél que recibe el don o a otros, a alcanzar la virtud de la fe.

Este don carismático de la fe, también llega a las personas que aun no viviendo en Santidad total, reciben la Gracia pasajera de experimentar esa intimidad espiritual, de rezar y obrar con total certeza de Dios y en absoluta obediencia.
Es la Fe que Cristo describió en sus alcances como “capaz de mover montañas”.

Este don de la fe está estrechamente ligado al Don del milagro, como tantas veces leemos en el Evangelio en boca de Cristo, que pide fe a cada uno que curaba, que alaba la fe de la cananea, del centurión o de la hemorroína, y que reprocha varias veces la falta de fe a los apóstoles, en especial a Pedro al caminar sobre las aguas.

Es la fe que viene como un Don, y es puro convencimiento con ausencia de toda duda.
Sabemos que la fe como virtud es un fruto del Espíritu Santo, que aumenta con el tiempo, que cuando se vive es un estado casi permanente, y que viene como Gracia que el Señor nos presta, en cuanto vivamos en la vida de Cristo, y sabemos que es una gran ayuda a nuestra santidad personal.
En la escritura la gran fe de Noé, de Abraham, de Jacob, de José, de Moisés, de David, y los profetas, es un anticipo de la Fe que llegaría de la mano de Cristo, cuando Dios se hace hombre para que creamos y seamos salvos.
Todo el Evangelio de Jesucristo es una historia de Fe y de un Dios que viene a buscar la fe de su pueblo.
Es en María donde la fe ciega se muestra clara, y en ella vemos la fuente primera de esa fe: La Humildad, La pureza, y La Obediencia, virtudes de las que rebozaba nuestra Santa Madre.

Todos los mártires de la Fe han testimoniado el poder de este don, tan fuerte como capaz de dar la vida por seguirla.
Vemos siempre algo en común detrás de la manifestación de Dios en sus hijos, ella es favorecida por las decisiones de cada día que estos hacen, de decir sí a las incontables Gracias, que día a día y de distinta manera y medida, Dios nos envía a cada uno.

Así la fe crece en quien en cada decisión da lugar a la voluntad de Dios antes que a la propia, en aquellos que trabajan activamente por el Reino de Cristo, en aquellos que leen las escrituras diariamente, en aquellos que rezan constantemente con el corazón y sabiendo que hablan con Dios, que Dios los escucha y que siempre de alguna manera contesta, y que por ello se esfuerzan en escuchar.

Es verdad que el Espíritu, como el viento, sopla adonde quiere. Y que, de grandes perseguidores de la Fe, como San Pablo, hace hombres de fe inquebrantable. Pero también es verdad que el Señor está esperando nuestro sí, y que a cada uno envía la Gracia de manera distinta, pero a todos nos dona la libertad y a nadie obliga a amarlo. Por ello es verdad que nuestro Sí, nuestra adhesión a la Gracia es necesario, no porque Dios no nos pudiera forzar, sino porque en la naturaleza del Amor está la libertad, y por ello para que el amor a Dios que nos salva sea verdadero, es necesario nuestro Sí absoluto a nuestro Padre.

De una fe así de fuerte, el Señor se vale para obrar milagros, es decir, hechos extraordinarios o sobrenaturales que ocurren por intervención Divina, y que son un signo de su presencia y poder. Esos milagros pueden ocurrir en aquél que tiene la fe, o en un tercero por intermediación del que porta la fe, pero en general teniendo también fe el beneficiario del milagro.

Los milagros de Dios suelen ocurrir para corregir una situación, para producir el nacimiento o crecimiento de la fe, o para manifestar el Señor su aprobación a un profeta o Santo. El don del milagro es intermediación, de la que resulta la intervención divina para producir:
Curaciones milagrosas, incluso de enfermedades graves.
La conversión a la fe inesperada de un enemigo de la Iglesia.
El movimiento de objetos físicos u otra señal extraordinaria, en orden a un fin querido por Dios.
La llegada o retorno improviso de personas, o resolución de problemas o nacimiento de nuevas oportunidades.
Y muchas otras situaciones en las que, en manera similar, es apreciable la intervención del todopoderoso para alterar el curso de hechos o situaciones.

La Iglesia es muy prudente para declarar que ha ocurrido un milagro, pero de ninguna manera niega que puedan haber ocurrido muchos milagros que no se hagan públicos, o que de hecho la vida esté llena de milagros, como llena está de intervención Divina de tal manera, que milagro se puede decir es la vida misma y todo lo que sucede en un sentido amplio, y en cambio, en un sentido estricto, es aquello en que esa intervención Divina altera claramente el curso natural del objeto de la acción de Dios.


Vemos que tantas veces Dios ha querido operar un milagro incluso en quienes caminan alejados de Él. Estos milagros en general son atribuibles a la intercesión en oración de otros que ellos sí, con fe, pidieron al Señor esa intervención extraordinaria.

Los milagros piden una fe activa, y un amor tal hacia los hermanos que mueva la persona a girar hacia Dios con fuerzas y a dejarse llevar por la oración de intercesión.
Hoy, a pesar de tantas poderosas tecnologías y tantos avances de la ciencia, son tantas, o la misma cantidad de situaciones, que sólo Dios es capaz de resolver. Hoy como siempre y en cada momento de nuestra vida, necesitamos de Dios, y en ocasiones de sus milagros. Que no a todos se les concederán, pero que a todos el Señor Jesús ha prometido, si ponemos nuestra fe en acción y nos dejamos guiar por la voluntad de Dios, y no nos cerramos neciamente en forzar peticiones que responden a un rechazo de esa voluntad de Dios, o a deseos humanos contrarios a nuestra Santidad personal o la de nuestros prójimos.

Algún santo dijo: “Si supiéramos cuanto Dios nos ama, ¡lloraríamos de alegría!”
Podemos decir que Dios nos ama tanto, hasta la muerte en Cruz, pero también que Dios nos ama tanto, hasta la resurrección gloriosa, y en la esperanza de esa resurrección hemos de poner toda nuestra fe, y desde una confianza ciega en la providencia (pero responsable de sí mismo en todo lo que somos capaces de hacer por nosotros), creer también que Dios nos ama hasta el milagro, si este es necesario para nuestra Santidad y para acercarnos a la vida de Cristo.
R.V.


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