¿Qué es creer en Dios?

INICIACION CRISTIANA  PRIMERA ETAPA
¿Qué es creer en Dios?

La fe no consiste en un saber intelectual, ni siquiera en un saber acerca de Dios. El contenido fundamental de la fe no es un conjunto de ideas o conocimientos sobre el misterio de Dios o sobre el sentido de nuestra propia existencia. Por ello, no basta transmitir a otro nuestro conocimiento para comunicarle la fe. Precisamente porque la fe no consiste principalmente en un saber, puede ser accesible a todos, tanto a los humildes como a los más sabios. En la fe de los más sencillos, la dimensión intelectual es limitada, pero no por ello su fe es más débil o menos auténtica.
Comunicar ideas o conocimientos no es suficiente para transmitir a otro la fe, aunque tampoco es posible hacerlo sin su ayuda. Es necesario poseer algunas ideas fundamentales y claras que sirvan de vehículo a nuestra comunicación, pero sobre todo es necesario que estemos convencidos de ellas en lo más profundo de nuestra alma. La vida nos enseña, a veces sorprendentemente y no sólo en cuestiones religiosas, que lo que es evidente para el alma humana no requiere verificación científica. Creer algo es saber que es verdad, no en nuestras mentes, sino en lo más íntimo de nuestro ser, en el centro de nuestra alma. Por ello decimos que la fe supera la razón; no es contraria a los hechos, pero va más allá de ellos, los trasciende y los sitúa en una nueva perspectiva.
No llegamos a creer como resultado de un esfuerzo intelectual, ni por medio del estudio, ni sólo por el razonamiento o el debate se llega a alcanzar la fe, aunque pueden disponer a ella. Creer y saber son dos experiencias diferentes, pero no necesariamente opuestas, que se combinan en una relación muy original. Todo creer requiere un mínimo saber y se apoya en él. «No hemos de olvidar que la fe implica siempre un contenido. No es posible creer en Dios sin creer en lo que Dios nos revela. Por eso, el creyente va configurando su adhesión a Dios, su concepción del hombre y de la historia, y su visión del mundo a la luz de la revelación de Dios en Jesucristo» (Al servicio de una fe más viva. Como creyentes estamos llamados «a dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pida» (1 P 3, 15), y sólo podremos hacerlo si a preguntas razonables ofrecemos respuestas razonables y no simples opciones «voluntaristas»
Creer no es tampoco dejarse llevar de la fantasía o abrir las puertas a la irracionalidad. El mismo acto de fe se apoya en las razones que tenemos para creer sin reducirse a un simple asentimiento mental. Porque el acto de fe supera a las razones que se tienen para creer, y a los indicios o señales que nos mueven a creer. Con todo, la fe ha de ser razonable para ser auténticamente humana; la fe ha de poseer unas razones para acoger y afirmar lo que trasciende los límites de la misma razón. «Una fe sobre la cual no se reflexiona, deja de ser fe» (san Agustín). No hay que olvidar que la fe, es un don de Dios y una respuesta del hombre a ese don.


Creer es buscar
Creer es abrirse al misterio profundo e íntimo que habita en cada uno de nosotros. Es buscar el sentido radical y último de nuestra existencia, tratar de alcanzar lo que vale por sí mismo y da valor a todo lo que somos y tenemos. Es preguntarse por la realidad definitiva o absoluta frente a la cual todas las cosas son relativas o «penúltimas». No es evadirse de la realidad que vivimos, sino profundizar en ella. Las cuestiones últimas, y entre ellas el problema de Dios, se insertan en lo más cotidiano de nuestra vida, aunque sólo sea en forma de frustración o de vacío. La experiencia humana, la de todos y cada uno de nosotros, es el punto de partida del creer, de la búsqueda de la fe, porque Dios, «no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 27-28).
Decir «creo» es abrir mi existencia al misterio que habita dentro de mí, decir sí al misterio de la vida. «Creer en Dios, significa mantener la inquietud por la verdad última sin contentarse con la apariencia empírica de las cosas, buscar la salvación total sin quedarse satisfecho con una vida fragmentada, amar la vida hasta el final religándola con el Trascendente»

Creer es encontrar o mejor, «encontrarse»

Creer es encontrarse personalmente con Dios. Un encuentro sólo es posible como auténtica relación entre personas. Dios no es algo abstracto, confuso o informe, de lo que sólo se puede tener una idea más o menos precisa. Dio es un Ser personal, por muy grande que sea, con quien podemos relacionarnos en un verdadero encuentro. Este es el Dios que nos ha revelado Jesucristo, el centro de la fe de la Iglesia y el fundamento de nuestra vida creyente.
El encuentro con Dios, como todo verdadero encuentro entre personas, no consiste en un contacto ocasional o superficial; no es una relación distante o fría. Se trata de una presencia cercana y profunda que me afecta en lo más íntimo y de forma permanente, que requiere toda mi atención. En este encuentro podemos llegar a situarnos ambos en una relación tan cercana y especial que puedo decirle «Dios mío». Esto no significa afán de posesión o dominio, porque descubro que Dios me trasciende como persona y me respeta como persona. En el Dios que encuentro en lo más profundo de mi vida y la llena de sentido, al mismo tiempo que la trasciende, descubro al Dios «que lo trasciende todo, lo penetra todo y lo invade todo» (Ef 4, 6).
No es un verdadero encuentro de fe aquella relación interesada en la que sólo se busca a Dios para ponerlo simplemente al servicio de nuestras necesidades o intereses. Esto sería utilizarlo más que llegar a encontrarse personalmente con él. En el auténtico encuentro de fe descubro el respeto de Dios a mi libertad y me comprometo a no instrumentalizarlo, a dejarle ser Dios. Experimento que, al descubrirlo y acogerlo a él, estoy descubriendo el sentido de mi propia vida. Por eso despierta en mí un gran interés, veo que afecta a lo esencial de mi vida y me  dispongo a abrirle mi existencia. No se trata de una relación de intercambio, comercio o compensación; es un compartir más íntimo y estable; se trata de una verdadera relación de comunión...

Creer es confiar (incluso arriesgar)

La fe religiosa es la confianza total del hombre en Dios con el que se ha encontrado personalmente. La verdadera cuestión de la fe no consiste sólo en creer que Dios existe, sino en descubrir que nuestra vida está íntimamente unida a la vida de Dios. Es llegar a descubrir una forma diferente y nueva de vivir, desde el encuentro y la relación con él. Dios es quien da solidez y consistencia al hombre.
En la fe, como en otras formas de relación interpersonal, hay una confianza en el otro que va más allá de lo puramente racional, que es intuitiva y constituye una convicción razonable. Creer en Dios es, sobre todo, confiar en él. Confiar significa creer en su fidelidad. Por eso, la fe hace referencia a la fidelidad de un Dios que siempre cumple sus promesas y merece nuestra confianza. Yo sé de quien me he fiado» (2 Tm 1, 12).
Creer significa confiar libremente y no inclinarse sin más ante unos argumentos contundentes. La confianza que otorgamos al creer no es ciega, sino iluminada por el apoyo de unas «razones para creer». Por esto, la comunicación de la fe que proponemos a los demás tiene la forma de un testimonio que invita a los otros a una actitud de confianza.
La confianza de la fe es finalmente confianza en Dios; pero en el camino de acceso a la fe la confianza encuentra apoyo en el testimonio de quienes nos transmiten la Palabra: Jesucristo, los Apóstoles, los creyentes y la comunidad cristiana, la Iglesia...

 Creer es acoger
El que busca abiertamente a Dios puede llegar a descubrir que, a su vez, incluso con anterioridad, es buscado por el mismo Dios. Él ha puesto en nuestra vida diversos signos de su cercanía; ha sembrado nuestra existencia de señales de su presencia. Dios no irrumpe ordinariamente con estrépito en nuestra historia personal, está presente discretamente en los acontecimientos cotidianos y nos sale al paso a través de nuestras relaciones con otras personas. Dios nos llama incluso desde nuestro propio interior, desde lo más íntimo de la conciencia.
El que llega a encontrarse con Dios reconoce que ese acontecimiento no es fruto de su esfuerzo, sino gracia. La experiencia de la fe es, al mismo tiempo, experiencia de la gracia. El acto de creer es fruto de una experiencia religiosa enteramente original. Se trata de acoger un don gratuito ofrecido por Dios, un don que se acepta con toda libertad.
Un don no es gratuito porque sea ofrecido sólo a unos pocos. Un don no es menos gratuito porque sea ofrecido a todos. Pero son muchos los factores derivados de la historia y situación personales, influidas por la familia y el ambiente social, que pueden ayudar o impedir el acoger el don de Dios. El ofrecimiento de Dios se dirige a nuestra libertad y se sitúa en nuestra historia personal. El don gratuito de la fe no es selectivo por parte de Dios, es ofrecido a todos, si bien no todos, desde su libertad personal y las condiciones sociales, deciden creer.
El conocimiento de Dios, el encuentro personal con él, es, sobre todo, fruto del Espíritu Santo. El Espíritu de Dios se hace presente en nuestro espíritu para iluminarnos, no coarta ni suprime nuestra libertad. Y no actúa normalmente de una forma sobrecogedora o con una luz deslumbrante y cegadora. La influencia del Espíritu es una iluminación que pone en marcha en nosotros motivaciones o despierta mecanismos psicológicos por los que percibimos de un modo nuevo lo que ya teníamos ante nuestros ojos sin darnos cuenta.
El encuentro de la fe necesita de la plegaria; debemos pedir el don de la fe. Como mejor se llega a conocer a Dios es situándonos confiadamente ante él y pidiendo su ayuda...


Creer es compartir
El encuentro personal del creyente con Dios es la experiencia fundamental de la vida de fe. Ese encuentro requiere ciertamente momentos de cercanía e intimidad con Dios, pero no hace del creyente un ser aislado de los demás. La fe no se puede vivir en solitario.
Una fe auténtica, hecha vida, afecta a todas las dimensiones de la persona humana, también a su ser social. Quien experimenta a Dios como Padre reconoce, al mismo tiempo, a todos los hombres y mujeres como hermanos e hijos del mismo Dios. «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4, 5-6).
La fe se recibe, se alimenta, se purifica, se prueba, se fortalece, se celebra y se comunica compartiéndola. En la familia, en la comunidad, en la Iglesia, mi fe es, a la vez, nuestra fe. Esto no significa que todos seamos iguales, ni que tengamos las mismas experiencias o vivencias de la fe. Pero todos nos necesitamos para vivir la fe y nos ayudamos a crecer en ella. La fe, como el amor, es uno de estos bienes que aumentan cuando se comparten...
Creer es comprometerse
La fe es, sobre todo, vida, y no un simple conocimiento, por lo que sólo podremos comprobar la verdad de la fe tratando de vivirla. Por ello, es preciso comprometerse. Decir «creo en Dios» significa que me comprometo a hacer de Dios una presencia que ocupe el centro de mi corazón en la vida de cada día con sus luces y sus sombras. Apoyado en él, guiado por él, comprometido con él, voy verificando paso a paso, por mi propia experiencia, todo su valor y su verdad.
Para un creyente lo esencial no es lo que puede «decir» de su fe, sino lo que vive y experimenta interiormente, aunque tenga dificultades en expresarlo con palabras. Creer es experimentar personalmente una realidad que me supera y que además me llena plenamente porque me supera y me transforma. El compromiso libre ayuda a aclarar desde la experiencia vivida la verdad de la propia fe...



Creer es adorar
Creer es reconocer a Dios como el único absoluto. Ante él todo lo demás que conocemos se vuelve «penúltimo» y relativo. Por él todo llega a adquirir y tener un nuevo sentido. De ahí el carácter unificador y central que la fe tiene para el conjunto de la vida del creyente. Pero no son las ideas ni las normas religiosas las que se convierten en el centro de nuestra vida, es el mismo Dios al que aquellas sólo sirven como cauce de relación o camino de acceso. La fe en Dios consiste en reconocerlo como eje y centro de toda mi existencia. Esta es la forma esencial de adorar a Dios: vivir ante él sin construir ni aceptar ningún ídolo.
Descubrir a Dios como el único absoluto me impulsa a consagrarle mi vida como una ofrenda personal de lo que soy y lo que tengo, entregándome a él por entero. Esto no constituye ninguna forma de alienación, pues mi vida centrada y apoyada en él la experimento más libre y, al mismo tiempo, más segura. Desasido de la esclavitud de todo lo demás, soy más dueño de mí mismo. Me descubro más grande cuando me inclino en su presencia...

Creer es amar, servir
Quien conoce de verdad a Dios, el Dios de Jesucristo, ha conocido el amor, «porque Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Quien llega a conocer el amor de Dios responde con amor, pero no sólo a Dios, sino también a los hermanos. De tal modo que la verdad de Dios se prueba por el amor a los hermanos, «no de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18).
Un verdadero creyente no puede vivir su relación con Dios de forma individual, intimista o solitaria. Hacer de Dios el centro de nuestra vida nos exige vivir abiertos a los demás. Creer es relacionarse con los otros en actitud de servicio: solidarios en sus necesidades, cercanos a sus sufrimientos, unidos en sus gozos, disculpando las debilidades y perdonando las ofensas... Este amor de servicio no conoce límites de cercanía, afinidad o reciprocidad, porque «si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? (Lc 6, 32)...

¿Qué es transmitir la fe?

Transmitir la fe es ofrecer un testimonio cercano de vida creyente
...La comunicación de la fe se da en distancias cortas, requiere presencia y cercanía. La proximidad consiste en compartir las situaciones de la vida. Estar afectado por las mismas condiciones o circunstancias en que transcurre la existencia cotidiana. En esa proximidad se descubre la fuerza del testimonio que ofrece quien actúa motivado por la fe. «Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiesten su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunidad de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse a quienes contemplan su vida interrogantes irresistibles: ¿por qué son así?, ¿por qué viven de esa manera?, ¿qué es o quién es el que los inspira?, ¿por qué están con nosotros?... Surgirán otros interrogantes, más profundos y más comprometedores, provocados por este testimonio que comporta presencia, participación, solidaridad y que es un elemento esencial, en general el primero absolutamente en la evangelización. Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores»
Transmitir la fe es provocar preguntas
Para disponer a la fe es necesario ayudar a cada uno a vivir su existencia con profundidad. Ayudarle a superar los límites de una vida de horizontes recortados a lo más inmediato. Invitarle a tomar conciencia de las grandes incógnitas del ser humano. Inquietarle por las cuestiones trascendentes. Quien vive instalado y satisfecho en la superficie de la vida nunca llegará a plantearse ni a descubrir el verdadero valor y sentido de la fe.



La inconsciencia y la superficialidad impiden muchas veces llegar a formularse las preguntas fundamentales sobre uno mismo y el valor y sentido de su propia existencia. «De hecho, la persona que no tiene valor para preguntarse de dónde viene y a dónde va, quién es y qué ha de hacer en la vida, termina distanciándose de Dios». Quien no se hace preguntas no necesita ni acoge respuestas. Sólo tiene sentido la respuesta de la fe para quien la busca con sus preguntas, aunque no acierte a formularlas adecuadamente.
Además de ofrecer un testimonio de vida que, como ya hemos recordado, puede llegar a suscitar profundos interrogantes, podemos interpelar a otros respetuosamente sobre sus propios motivos, actitudes y compromisos en la vida. Es una forma de ayudarles a abrir horizontes más amplios en los que situar la posible respuesta de la fe. Compartir con los demás las preguntas que nosotros mismos nos hacemos en la búsqueda de la fe puede motivar en ellos el interés por las mismas cuestiones...
Transmitir la fe es narrar la propia experiencia personal
Nuestro mejor servicio a la transmisión de la fe no consiste en ofrecer complejas reflexiones sobre los misterios de la religión, ni en ofrecer una exposición racional de los contenidos de la fe. Hemos de comunicar nuestra experiencia personal, como los discípulos de Emaús, que «contaron lo que les había sucedido por el camino» (Lc 24, 35). Lo más valioso consiste precisamente en referir con sencillez las situaciones y experiencias de nuestra vida personal en las que hemos descubierto a Dios como alguien especialmente cercano. Y ese relato de nuestra experiencia lo ofrecemos con el lenguaje humilde de quien trata de compartir lo que ha vivido, pues sabemos que «el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio»
En la vida cotidiana es donde mejor puedo experimentar y compartir con los demás que hay «Alguien», más allá de nosotros y mayor que nosotros, que nos llama a un encuentro con él...

Transmitir la fe es dar a conocer el verdadero rostro de Dios
Si queremos ayudar a un encuentro personal con Dios, hemos de presentarlo, darlo a conocer, ayudando a descubrir su verdadero rostro. Sólo una imagen auténtica y limpia de Dios lo hace atractivo e interesante. «En Jesús se nos ha revelado que el misterio último del mundo no lo hemos de buscar en la fuerza, el poder, el orden o la arbitrariedad, sino en el amor de un Padre. Ese Padre es el horizonte último desde el que hemos de comprendernos a nosotros mismos y hacia el que hemos de orientar nuestra existencia entera
Transmitir la fe es respetar la libertad
Es el mismo Dios quien busca al hombre y quiere ser encontrado y acogido libremente por él. Es el mismo Dios –por la acción de su Espíritu– quien ofrece, como don y como gracia, la luz necesaria para descubrir en nuestra vida su presencia cercana. Es el mismo Dios «que hace salir el sol sobre buenos y malos y envía la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5, 45) quien ofrece a todos ese don. Cada uno desde su propia libertad personal puede acogerlo o rechazarlo, aceptarlo o negarlo; lo importante es estar bien dispuesto para reconocerlo y «abrirle apenas venga y llame» (Lc 12, 36)...

Transmitir la fe es presentarla como camino de salvación
La fe cristiana es la fe en Cristo y fe también en el Dios que resucitó a Jesucristo. La fe establece una comunión de vida del creyente con Cristo y con el Dios de la resurrección y la vida. La fe suscita en nosotros una comunión de vida con Dios, una sincera aceptación de su presencia e intervención en nuestra vida, la gozosa sintonía entre Dios y el creyente.
Por todo esto, se convierte en camino de salvación para el creyente. Dios quiere seriamente su salvación, nos da su Espíritu y nos invita a entrar en el abismo de su vida inmortal, santa y dichosa. Creer en él es dejarle actuar en nosotros, aceptar sus dones, recibir ya desde ahora en el fondo de nuestro corazón la verdad de la vida eterna, que se manifestará después de la muerte y llegará a su plenitud el día de la resurrección universal.
Transmitir la fe es invitar a esperar y aceptar la salvación que viene de Dios por medio de la fe «tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 11). La fe en Cristo nos hace ser con él verdaderos hijos de Dios y, por ser hijos, alcanzamos la posibilidad de heredar y recibir sus promesas de vida y de salvación. La fe en el Dios de Jesucristo abre las puertas de la salvación eterna...
Transmitir la fe es proponer la fe de la Iglesia
Siendo la fe una opción libre y personal, sin embargo nadie la recibe, la comunica ni la vive de forma individual y aislada de los demás creyentes. La fe que recibimos, comunicamos y vivimos es la fe de la Iglesia, la que hemos recibido de nuestros mayores transmitidos ininterrumpidamente desde los tiempos apostólicos. Esa fe la hacemos propia y personal cada uno de nosotros con ayuda de la Iglesia. Es la comunidad eclesial, depositaría de la fe, quien nos garantiza su autenticidad cristiana. La experiencia personal de fe de todos los creyentes enriquece la fe de la Iglesia, dándole vida, adaptándola a las diversas situaciones...
Transmitir la fe es acompañar en la búsqueda
Nos toca vivir en una época de profundos cambios. Entre ellos, el paso de una sociedad donde todo parecía cooperar a la transmisión de la fe a otra donde se experimenta una crisis generalizada en su transmisión. En esta nueva situación, es necesario valorar todo lo que constituye una atención directa y personalizada a quienes sienten inquietudes, plantean cuestiones y se esfuerzan en la búsqueda de la fe. Hoy  son pocos los que se interesan por reencontrar una fe que han descuidado o perdido, nunca han llegado a conocer. Nuestras comunidades se encuentran todavía bastante escasas de experiencias y espacios de acogida que ofrecerles.
El anuncio misionero del Evangelio
Actualmente son muchos los bautizados que necesitan redescubrir el Evangelio con toda la fuerza que posee como auténtica buena nueva para su vida. Creen conocerlo, pero es «sólo de oídas». No han descubierto en él el anuncio de un Dios que nos llama a ser felices, más humanos y más libres, dueños de su propia vida en una perspectiva nueva, desde la experiencia de la fe. Otros muchos, cuyo número crece en nuestra sociedad en los últimos tiempos, no han llegado siquiera a recibir por vez primera el anuncio de Jesucristo...







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