CONTEMPLATIVO EN EL MUNDO




Nuestro mundo está muy marcado por la agitación propia de una actividad frenética, que pretende que llenemos a toda costa el tiempo, para que olvidemos que estamos vaciando la vida. Esto influye en los cristianos, que se sienten movidos a realizar multitud de tareas sin un adecuado discernimiento, impulsados, no por el deseo de cumplir la voluntad de Dios, sino para cubrir las necesidades, urgencias y caprichos de los demás. El resultado de esta presión es una vida cristiana desarrollada en lo externo y carente de la necesaria profundidad, en la que se identifica la caridad con la acción y la oración se entiende como una huida de lo que se considera el máximo valor, que consiste en responder a lo que los demás desean de nosotros, y no a lo que realmente necesitan. En este ambiente, el contemplativo laico, que se siente fuertemente urgido a la caridad, experimenta la fuerte tentación de mantener, a la vez, la vida interior a la que se siente llamado por Dios y las diferentes exigencias del ambiente; y la incompatibilidad de ambos objetivos le hace sentirse culpable de no amar lo suficiente por no cumplir las expectativas de los demás.

Se trata de una agitación bien intencionada, pero que se olvida de lo más importante, que es la relación con el Señor y la acogida de su Palabra; y la encontramos claramente representada en el episodio evangélico de Marta y María (Lc 10,38-41). Resulta significativo que Marta no sólo se empeñe en impedir que María haga lo que tiene que hacer, sino que lleva su activismo al punto de pedirle ayuda al Señor para conseguir implicar a María en su misma agitación. Precisamente la defensa de «lo único necesario» que reclama Jesús es la tarea fundamental del contemplativo y el único modo de librarse de esta trampa.

Esta tentación lleva a tratar de compaginar la voluntad de Dios con el estilo del mundo, dándole la prioridad a éste sobre aquélla. De este modo, se afirma que «todo es oración» o que «el servicio a los demás es oración» y, por tanto, suple a la oración. El resultado es la renuncia efectiva a la vida interior en aras de una actividad indiscriminada, que aleja de la vocación contemplativa y hace imposible la misión,
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 El pasaje de los discípulos que no pueden expulsar al demonio que no dejaba hablar al niño (Mc 9,14-29) demuestra perfectamente la ineficacia de un activismo en el que falta la fe y la fuerza de la oración, que son las principales armas del alma orante.
Si la tentación de calificar como oración cualquier actividad no surje efecto, el tentador sugerirá que se hagan compatibles los dos estilos de vida, haciéndonos creer que podemos lograr vivirlos a la vez. El resultado es un intento de mantener la profundidad de la vida interior a la vez que aceptamos como misión la constante dispersión en tareas y urgencias que se abrazan sin discernimiento espiritual. La consecuencia es una duplicidad de vida imposible de mantener porque lleva ineludiblemente a una tensión interior insostenible, que acaba en el fracaso de la vida espiritual y la frustración, empujando al individuo al desánimo y la desesperanza para hacer que abandone la vocación a la que se sentía llamado.
En el fondo, lo que se está jugando aquí es muy simple: Dios nos invita a construir nuestra vida de dentro a fuera y el mundo nos empuja a hacerlo de fuera a dentro. Dios quiere que encontremos en nuestro interior nuestra identidad, nuestra vocación y misión, y a partir de ahí vayamos encajando responsabilidades, tareas y misiones; así, una vida plena de sentido se desarrollará en unas actividades que darán plenitud a la vida. 
El mundo, sin embargo, nos propone trabajos, urgencias y necesidades, sin permitirnos elegir o priorizar, como si la única manera de amar a los demás fuera hacer cosas por ellos, sin que importe el sentido o el valor de lo que hacemos. Como se trata normalmente de trabajos buenos y meritorios, podemos suponer que agradan a Dios, cuando la realidad es que no se puede construir una vocación partiendo de los quehaceres externos y esperando que éstos construyan la raíz de nuestra vocación o misión. Porque no son las tareas lo que da sentido a nuestra vida, sino la razón de nuestra vida lo que da sentido a las tareas.

El único modo de afrontar esta tentación es tener muy claras las prioridades, en virtud de la voluntad de Dios para con uno mismo, y, a partir de aquí, realizar las elecciones apropiadas para defender dichas prioridades y las correspondientes renuncias a todo lo que pueda impedirlas.

Para ello es imprescindible apoyarse en la prioridad absoluta que debe tener Dios en el alma enamorada de él y ejercitar la libertad que nos proporciona este amor, la única libertad que nos puede defender de la fuerte presión del mundo. Esta es, precisamente, la respuesta con la que vence Jesús al tentador en el desierto cuando le dice: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», «no tentarás al Señor, tu Dios», «al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto»  Mt 4,1-10).
Para lograr esta actitud es necesario el discernimiento del que nos habla san Juan: «No os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios» Jn 4,1 y san Pablo: «Examinarlo todo; quedaos con lo bueno» (1Tes 5,21). Se trata, pues, de colocar a Dios  como centro absoluto de nuestra vida, tal como nos pide el Señor: «Buscad sobre todo el reino de Dios» (Mt 6,33). Él mismo nos dará ejemplo de ello hasta el final, en el que podrá decir: «Está cumplido» (Jn 19,30).

 El camino del contemplativo laico es, ciertamente, el camino del amor, pero entendido no de cualquier forma, sino como lo vive el Señor, que ama hasta dar la vida en la cruz como acto supremo de adoración y amor obediencial. Este tipo de presión nos empuja a no desentonar del ambiente, a ajustarnos a lo «razonable» y a renunciar a vivir o a testimoniar unos valores que escandalizan o parecen hacer daño a los demás. Surge así la imposible batalla por lograr ser fieles a Dios y quedar bien ante el mundo, que nos lleva a gastar inútilmente muchas de las energías que nos da la gracia tratando de ser aceptados, en vez de emplearlas en amar al prójimo de verdad y dar un testimonio fiel del Evangelio. En resumen, se trata de la inclinación a buscar nuestra comodidad, en lugar de la coherencia de nuestra propia vida con la verdad de la fe.

. Para poder vivir contemplativamente en medio del mundo es necesario construir una espiritualidad específica, que se apoye en los siguientes medios fundamentales:
-Disponer del tiempo y el modo necesarios para la oración contemplativa.
-Buscar frecuentemente espacios amplios de tiempo para hacer retiros espirituales.
-Vivir las realidades del mundo de forma radicalmente evangélica.
-Encontrar el propio ritmo de la fidelidad a Dios permaneciendo en el mundo.
-Ordenar el tiempo y las diferentes tareas seculares con criterio evangélico para que no obstaculicen el desarrollo de la vida interior.

-Regular adecuadamente el descanso para evitar el embotamiento y la excesiva tensión
-Rehusar en lo posible todo lo que dispersa, como visitas innecesarias, exceso de televisión, cine, etc., pero estando informado de lo sustancial que sucede en el mundo.

 La liturgia, el silencio, un determinado ritmo de vida y todo el estilo propio de la vida monástica tienen como meta crear espacio para Dios. Y el contemplativo secular ha de lograr ese mismo objetivo, aunque desde un ámbito de vida diferente. Y el simple hecho de carecer del aislamiento monástico le obliga a convertirse él mismo en morada de Dios; para lo cual necesita vivir un tipo de vida contemplativa propio, que nada tiene que ver con el intento de vivir el mismo estilo de vida característico del monasterio, pero adaptándolo al mundo. 
Lo que pone en marcha la vida contemplativa en una persona es la vocación, es decir, la llamada que Dios le dirige. La gracia de esta llamada no hay que entenderla al modo humano, como una voz que nos invita, desde fuera, a realizar algo. La palabra que Dios dirige a una persona no es una simple voz, sino una palabra divina, eficaz y transformadora, que realiza aquello que significa. Dios no sólo llama, sino que, con su llamada, transforma a la persona en aquello a lo que es llamada.

Un laico contemplativo

Comentarios

  1. Siempre he deseado una familia así, me habeis ayudado mucho gracias
    Andres
    Teruel

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  2. Son más necesarios que nunca monasterios metidos en las entrañas de la vida y de la historia de los hombres. En las ciudades y en los campos ¡Cuánto sabéis, quienes integráis sus comunidades contemplativas, de los hombres, de sus padecimientos, de sus necesidades, de sus alegrías y penas! Son necesarios “jardines” que manifiesten quién es el artífice que cambia el corazón de los hombres y que no nos lo digan con teorías. En nuestros monasterios hay vidas concretas que se van fraguando en el Señor. Porque “se presentó Jesús en medio de ellos” y le han acogido. Y les saluda con “la paz con vosotros” y acogen la paz. Y “se alegraron de ver al Señor”, porque descubren y viven en la verdadera alegría, que llega cuando nos sabemos queridos por el Señor. ¡Qué fuerza tienen nuestros monasterios, nuestros “jardines”, y me refiero a los laicos donde la vida, quiere y desea ser una manifestación de Jesucristo y en su conjunto quieren entregar a este mundo el “olor de Cristo”. Y es que en los monasterios, el manantial, la fuente de la que se bebe, el olor que toma la vida de quienes están y de quienes se acercan a ellos, es Jesucristo.
    Es muy fructífero la experiencia de la vida laical en ermitas, o lugares de encuentro donde pasar la experiencia de la vida conventual o contemplativa.
    Os animo desde mi monasterio a que surcáis en esta andadura de la vida en pequeños cenobios para adorar y hacer presente la vida religiosa en más profundidad.
    Hno Enrique
    ABADÍA DE SAN JULIAN DE SAMOS. (Lugo)

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